Etica y responsabilidad con la vida

Etica y responsabilidad con la vida

Algunas cosas suceden en Panamá y no todas son malas. La gente toma conciencia y exige un orden ético, porque los golpes enseñan. Ya son más de cien años de tropiezos y altibajos: golpes por vivir absortos en el presente, creyendo que erradicarían la pobreza por siempre, golpes por embustes tras consignas políticas, al ver que sí se pudo excluir a la mayoría que “botó” su confianza por los drenajes. Hoy, finalmente, hemos entendido la relación entre ciudadanía y responsabilidad.

Olvidados los carnavales, nos alimentan con casinos, telenovelas, pan y circo; construyen espacios para devorar y comprar, para enajenar mental y económicamente. Pero hay una mayoría que exige una ética en el uso de los espacios naturales y de nuestros recursos, no sólo de los revertidos (pervertidos), sino de los espacios que aún no han sido repartidos por la voracidad de los proyectos inmobiliarios.

Esa defensa abarca los espacios naturales, porque de ello depende la calidad de vida y el disfrute de nuestro entorno como espacio de convivencia. Sin planificación y rodeados de contaminación, seremos un país no de “primer mundo”, sino de primer orden en las estadísticas de cáncer, afecciones respiratorias y congénitas.

Vivir con calidad de vida no sólo es respirar, sino permanecer en el mundo de la manera más dignamente posible e intensificar las condiciones humanas bajo las cuales desarrollar la existencia. Por eso, alterar los ambientes y ecosistemas no sólo es criminal, sino que es una acción vergonzosa de la cual tienen pleno conocimiento aquellos que se benefician de la misma.

Todos nos afectamos, pero los que menos tienen están más expuestos a los efectos del desequilibrio socioeconómico y ecológico: quien no tiene para las necesidades básicas, menos tendrá para una botella de agua o una crema de protección solar; qué decir frente a inundaciones y sequías.

La alteración de los espacios naturales y la ruptura del equilibrio -en lo cotidiano irrespetado justamente por la indiferencia y/o complicidad desde arriba-, afecta la calidad de vida de todos los que habitamos la Tierra.

Hoy no se trata sólo de la defensa de los delfines, sino del país que le dejaremos a las futuras generaciones, que ha estado enraizado y comprometido con la vida, porque antes de que surgieran partidos políticos, transnacionales y burocracias, Panamá ya era el nombre de la abundancia de peces, plantas y mariposas. Panamá es el nombre de un árbol y de una biodiversidad envidiable, y trastocar ese orden en beneficio de unos pocos es afectar el derecho de las mayorías de disfrutar el lugar en que nos ha tocado vivir. Panamá es un nombre que crece, a pesar de la terrible indiferencia de décadas de mala política y acumulación injustificada de riquezas, es un país rico -de millonarios- pero rico también en vida y diversidad, la mejor de las herencias que, junto con la cultura y la historia, un país puede atesorar.

Defender a Panamá de la invasión del concreto, la subasta desenfrenada de nuestros espacios y la tecnocracia; defender nuestra riqueza natural, la única que nos queda, pues la riqueza tabulada en ecuaciones per cápita es una broma de mal gusto: en la otra cara de la moneda (balboa o dólar) los niños mueren de hambre hacinados en tugurios, cargando existencias que desconocen la expresión “calidad de vida».

A estas alturas del siglo, quienes gobiernan deberían estar ocupados en cultivar la vida, promover la cultura y brindar las oportunidades de trabajo que una vez fueron promesas, pero todo parece indicar que en este país defender la vida es un delito de lesa humanidad que termina convirtiendo a las víctimas en victimarios -como le ha ocurrido a algunos dirigentes ambientalistas, obreros y campesinos- y, paradójicamente, quienes nos desvalijan se convierten en protegidos de las autoridades.

Dejemos los acuarios y las ampulosas peceras en los países en donde no se contempla el mar ni la vida, aquellos que ya vaciaron sus reservas y se bebieron la savia de sus bosques, pero dejen a Panamá con su nombre, con su belleza esparcida bajo del sol, dejen la riqueza acuática y terrestre como la vieron, que es de los panameños de nacimiento y los de corazón: pertenece a los habitantes del mundo que amamos la vida; dejen libres a los delfines, que bien vale visitar y preservar los espacios naturales, en donde los encontraremos siendo delfines y no perritos falderos; por tanto, ¡olvídense de la desfachatez de capturar nuestros delfines y encima hacer dinero con eso!

Amar la vida no es una opción, es más que un derecho: una necesidad. Debería ser algo natural, y como parte que somos de la naturaleza, los humanos deberíamos naturalmente defender la vida; pero resulta que este amor hay que enseñarlo, reforzarlo en los hogares, las comunidades y las escuelas.

El valor de la vida no se negocia con un argumento barato, no es una propuesta negociable y para los panameños no debe ser una promesa más confundida con la obligación que tiene el Estado de garantizarnos trabajo. Alto a la ignorancia, porque la vida es más que eso: es la conciencia ciudadana que está despertando de un letargo centenario, ha abierto los ojos y no hay vuelta atrás.

Ela Urriola (elaurriola@yahoo.com)
Profesora de Filosofía y Derechos Humanos, U.P

Publicado en El Panamá América, 18 de mayo de 2007

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