Lo que yo ví en Madugandí, historia de un asalto policial a indígenas

ENFRENTAMIENTOS.

Lo que yo vi en la comarca Kuna de Madungandí

Mauricio Tolosa

«Enfrentados por tierras», «Reyerta en Bayano». Estos son titulares que describen el «incidente» ocurrido el miércoles en la comarca kuna de Madungandí. Las fotografías lo confirman: indígenas con las manos tras la nuca custodiados por la Policía de frontera. En las imágenes de la televisión: policías heridos por perdigones. La versión va tomando fuerza; indígenas con armas, drogas, etcétera. Todo habla de un enfrentamiento entre fuerzas iguales. No es lo que yo vi.

Como en tiempos de Cortés y Moctezuma, uno puede preguntarse cómo tan poquitos policías pudieron controlar a tantos indígenas. Y como en los tiempos de Cortés, las respuestas siguen siendo las mismas: las promesas faltadas, las negociaciones sin propósito, la superioridad tecnológica y militar, la no consideración del «otro» como un ser humano digno de respeto.

Iba camino al Darién, y por segundo día consecutivo me detuve al llegar al puente sobre el río Bayano. El tránsito estaba bloqueado; al igual que el día anterior bajé a caminar hacia el pueblo y aprovechar de hacer algunas fotografías, sospechando que la situación iría nuevamente para largo.

Al llegar a Bayano uno está en otro país. Así se siente, al menos: gente pequeña, cuerpos menudos, ojos rasgados, una lengua asombrosa. La sensación de ser extranjero, único entre todos, es inmediata. En ciudad de Panamá uno nunca la tiene. Claramente es otro territorio, otro pueblo, otra cultura.

La comunidad reclamaba el pago prometido de una negociación con el general Omar Torrijos como indemnización por inundar sus tierras para construir la represa hace 31 años. Según los voceros, el acuerdo había sido un pago anual de por vida, pero este solo se realizó durante los tres primeros años. Además solicitaban que Panamá ratificara el artículo 169 de la OIT, y el cese de las invasiones de terrenos por los campesinos mestizos.

Demandas habituales. Gente sentada en medio del camino detrás de unas ramas y de improvisados carteles garrapateados en papel. Camisetas del Barcelona entre los más jóvenes. Calor. Una gran fila para tomar jugo de fruta servido desde una enorme olla popular. Se respiraba ese ánimo de día libre que se hace presente cuando la ciudadanía se toma la calle.

Entre medio de todos, dos jóvenes un poco más vociferantes, con mallas que cubren sus rostros, portan una rama deshojada como arma letal. La mayoría están sentados a la orilla del camino. El sahíla y el cacique visten con camisa de color vivo, sombrero y corbata, descalzos, y están sentados bajo un techo, esperando. Solicitan la presencia del presidente Martín Torrijos, hijo del general con quien llegaron al acuerdo hace tres décadas. Otra autoridad del pueblo, también de sombrero y corbata, negocia mediante un traductor con un jefe policial que casi le dobla en tamaño y ciertamente en peso.

A la entrada del puente, dos o tres camionetas de la Policía, cargados con antimotines, ven pasar el tiempo, algunos descansando en el piso, bromeando. Alrededor el lago tranquilo, un espejo rodeado de colinas verdes. Al otro lado del puente hay acuerdo para que salga un transporte hacia Darién; unos pasajeros molestos caminan para alcanzar el bus pintado y seguir su camino.

De pronto, algo ocurre: los antimotines se levantan en pie de guerra y disparan lacrimógenas. A un costado, un grupo de indígenas forcejea con los policías que cubren la estación con sus escudos transparentes. Entre ellos, un policía comienza a hacer disparos con su carabina. Por la carretera avanza otro piquete de antimotines con sus escudos; desde un flanco un agente dispara una escopeta; no al aire, exactamente hacia donde me encuentro, hacia la gente: no hay más de 10 ó 15 personas, dispersas, ni siquiera manifestándose; luego veo a otros disparar bombas lacrimógenas, tres de las cuales rebotan a menos de cuatro metros de donde me encuentro. Siguen disparando hacia la gente. Me refugio detrás de un muro y le doy la vuelta a una construcción. Me encuentro frente a una patrulla de frontera que asalta el lugar con fusiles y pistolas en mano.

Desde lo alto del camino caen algunas piedras, lanzadas a los policías. Sobre el pavimento quedan numerosos cartuchos de escopeta lanzados desde las fuerzas de pacificación.

¿Qué pasó? ¿Cómo de pronto se transformó el «día de campo» en un asalto en el que quedaron 90 kunas prisioneros? ¿Por qué no se negoció? ¿Por qué tanta violencia? «Somos personas, no animales», gritaban los indígenas.

El maltrato refleja el desprecio. Es la violencia que se puede ejercer impunemente contra quienes parecieran no tener el respeto de la sociedad, porque son diferentes. Evidentemente no es un problema exclusivo de Panamá. Es la deuda histórica de las sociedades de América Latina con sus pueblos originarios, es el reconocimiento a la diversidad multicolor interna, es la necesidad de respetar esa diferencia, de comprenderla, de hacerse cargo de apoyarla y cuidarla. De generar una comunidad de propósitos y de convivencia. De diseñar un desarrollo satisfactorio para todos.

Comprender, respetar, comunicar: son los verbos básicos para la convivencia en la comunidad global. Practicarlos es tarea de todos.

 

El autor es consultor en comunicaciones

Mina de Petaquilla usa a ministro como escudo protector ante abusos

PINTADA DE VERDE

PETAQUILLA. No tengo alternativa. Debo continuar con el «Fifer-negocio». Resulta que mientras la Autoridad Nacional del Ambiente (Anam) le sigue un proceso administrativo (detenido por un truco legal en manos de la Corte) por violación a la normativa ambiental vigente y el Ministerio Público analiza al menos cuatro denuncias, el Ministerio de Trabajo utiliza dinero de los contribuyentes para pagar anuncios que alaban sin pudor a la empresa. «Armónicas relaciones obrero-patronal y satisfactorias medidas de seguridad», es el titular del anuncio aparecido esta semana en varios diarios del país y que lleva el sello del citado ministerio y del Gobierno Nacional.

 

El ministro Edwin Salamín no se corta ni un pelo para alabar «el esfuerzo de la empresa por proporcionar medidas de seguridad, higiene y salud, incluso la alimentación de los obreros»… ¡Recórcholis! ¿El esfuerzo de la empresa por proporcionar medidas de seguridad? ¿Cuándo la seguridad dejó de ser una obligación para convertirse en cosa de «esfuerzo»? Pero la cosa sigue: «El programa de responsabilidad social de Petaquilla beneficia a una veintena de comunidades en la construcción de carreteras, escuelas, puentes y el programa comida caliente…». ¡Qué les parece! Si yo fuera empresario y tuviera un programa social, exigiría al Ministerio de Trabajo un trato igualitario al logrado por don Richard. Habrá que ver cómo se comporta el ministerio (que también es de bienestar social), con el más que seguro desastre ecológico y de salud pública en que se convertirá el área después de que le saquen todo el oro y cobre posible.

Por lo pronto, recomiendo al ministro Salamín informarse de lo sucedido en la mina de oro de Bellavista en Miramar (Costa Rica), donde las condiciones del terreno y del clima son similares a las de Panamá. Que no tengamos que hacer nuevos monumentos a los muertos y enfermos incurables, por ignorar las advertencias sobre los peligros de llevar a cabo un proyecto de minería a cielo abierto en el trópico. ¡Pobre Petaquilla!

Lina Vega Abad
lina@prensa.com