Repartiendo el botín de Panamá

EL MALCONTENTO.

¡Repartan el botín!

Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

Ahora sí les doy la razón. Estamos desplazando a Costa Rica como la Suiza de la región. Una Suiza de paisajes para póster, de infraestructuras para ricos, de carros último modelo, de mujeres operadas hasta en el esternón, de diseñadores de moda y moda de diseñadores, de jovencitos agresivos que hablan inglés con acento de «niuyorq», de fiestas sociales sofisticadas, de edificios «como de primer mundo» y de pobres del tercero escondidos para no afear la vista –aquí todavía nos falta mucho por avanzar, pero el BID nos puede ayudar.

Hay 189.1 millones de dólares para la cinta costera –más costura que cinta, por cierto– y algunos centavos para repintar los multis de El Chorrillo o de Curundú y así fingir desarrollo (aunque en realidad ese barniz forma parte del camuflaje de los pobres para que cuando los buses turísticos pasen por la Avenida Nacional o por El Chorrillo camino a San Felipe, los fulos no se asusten).

Ese pequeño contraste demuestra, fundamentalmente, que el Estado en Panamá está justo para lo contrario de lo que se supone que es su esencia. La teoría del Estado moderno plantea que la administración de lo público busca remendar lo descosido de las brechas sociales, compensar y redistribuir recursos –vía impuestos… ¡lo siento libertarios del alma!–, establecer reglas del juego que ayuden a los más desfavorecidos y juzgar con la dureza merecida los desvaríos en esas veredas.

Aquí no es así. Como en Suiza, Panamá subvenciona a los ricos, protege sus intereses incluso en contra de los del Estado y machaca sistemáticamente a los pobres, a los que generosamente dejaremos en la cinta costera unas mesas de picnic para que se ganen un buen cáncer de pulmón de chupar humo, mientras ven el skyline del desarrollo al que nunca tendrán acceso.

Es casi divertido –si no fuera patético– leer las cartas de los ofendidos socios del Club de Yates y Pesca, exigiendo derechos y apuntándose el tan importante mérito de haber sido pioneros en la náutica yeyecita del país cuando los pioneros, en todo caso, serían los pescadores y capitanes que manejan sus yatecitos.

Dicen las malas e informadas lenguas, que algunos vivos del patio jugaron vivo el pasado año comprando su cupo en el Club de Yates, aunque lo más cerca que han visto un barco es en Discovery Channel. No lo hicieron para poder tomar trago a buen precio, como insinuaba un lector en estos días, sino para aprovecharse de las posibles indemnizaciones que el Estado pagaría al Club por la cinta costera.

Finalmente, el Estado, o sea usted y yo, le ha regalado al club tres hectáreas de relleno –que los miembros del club contabilizan como cinco–.

En estos momentos, es cuando me hago religioso y rezo como descosido porque un tsunami nocturno y focalizado arrase con las nuevas instalaciones del club en la nueva cinta costera, esa que estará llena de cicatrices para acomodar intereses (los de los yateros y los del hotel Miramar). Lo malo de mis deseos es que una vez la naturaleza ponga orden en las cosas, el Estado le regalará a estos chicos –ninguno hijo de mami y papi, seguro– 10 hectáreas para compensar la rabia malcontenta.

La otra opción es que el Estado nos regale a todos los panameños y a los que contribuimos a las arcas públicas con nuestros impuestos, unas acciones del Club. Si están sobre terreno público y se considera una actividad de utilidad pública –porque si no, no se justificaría el regalito– entonces todos tenemos derecho sobre esa entidad.

Es más, se puede hacer un kit marítimo, y en diciembre de este año podemos recibir todos y todas en casa un paquetito con acciones del Club de Yates y Pesca, de la Autoridad del Canal de Panamá y, ya que estoy pidiendo, pueden incluir algunas de la brasileña Odebrecht –la gran aparecida y la gran beneficiada de la era Torrijos, como el Toro tuvo sus protegidos constructores de acento más charro. Se me olvidaba, el regalo de Navidad también debe contener beneficios de constructores y consultores, la ruinosa empresa de la que malvive el pobre y triste presidente de la República.

Si hacen esto, prometo hacerme el loco cuando terminen la cinta y tengamos que aguantar las propuestas antiestéticas de paisajismo que están comunicando con cuentagotas, la fuente a la indígena mítica –mientras ignoramos a los indígenas reales–, el espacio de picnic –en el que con esta canasta básica, los viandantes comerán pan michita–, los módulos orinatorios, la inseguridad que habrá en la zona en la noche porque no tendremos suficientes policías machos para controlarla… Todo, me aguanto todo, pero compartan el botín, queridos bandoleros, que en Suiza el tema funciona porque los excluidos son minoría y, por tanto, no molestan. Acá, si no reparten, un día se madrugarán con un Haití en llamas, harto de no poder echarse arroz a la boca.

[Jaime Sabines no solo habla de amor. Como C., armado de lastre y dolor, el sarcasmo salva el desasosiego: «Háblenle de tragedias a un pescado. /A mí no me hagan caso. /Yo me río de ustedes que piensan que soy triste/ como si la soledad o mi zapato/ me apretaran el alma»].

El autor es periodista

La hora de los hambrientos está por llegar

EL MALCONTENTO.

La hora de los hambrientos

Paco Gómez Nadal
paco@prensa.com

La acomodada sociedad del hipercapitalismo tiene un nuevo problema. Ha sido engendrado, como todos, por ella misma. La insaciable necesidad de consumir, de acelerar la vida artificialmente a punta de excesos sobre ruedas, el tenaz individualismo que excluye la posibilidad de compartir recursos, la mala leche de la publicidad engañosa (es decir, toda la publicidad), la buena cama que disponen nuestros países para especuladores y cantamañanas, el cortoplacismo de casi todo lo que hacemos, la educación por omisión que muchos de los que son padres proporcionan a sus hijos basada en la consola de juegos, la obsesión por lo último, lo más pretty y lo más costoso, la moda para anoréxicas y la bulimia fagocitadora del medio ambiente…

hungry starving, hambruna

Son tantas las causas del nuevo problema que cualquier análisis se convierte en tesis doctoral. Dirán los Montaner, Vargas Llosa y compañía –ya se sabe: los que no son idiotas latinoamericanos– que esto es catastrofismo de izquierdas, resentimiento de perdedores. Diría el nuevo ídolo de la región de derechas, Uribe, que escribir así es casi como postular a un puesto vacante –hay muchos ahora– del secretariado de las FARC. Diría algún –algunos– articulistas de opinión de este diario que se trata, fundamentalmente, de falta de fe en Dios, el que todo lo estropea (si hubiera que juzgarlo por el paraíso terrenal que creó y a las bestias que puso como criaturas dominantes).

Pero da igual. El problema es real. Muy real. Lo denomina un prestigioso diario como «La revuelta de los hambrientos». Pongan atención porque esto va a terminar reventando en la Panamá que se enorgullece de crecer al mismo ritmo que China (¿será con el mismo sistema de esclavitud capitalista en el que la mayoría solo son piezas de la cadena de montaje?). Se trata pues, el problemita, de manifestaciones violentas de poblaciones hastiadas de ver cómo el precio de la leche y sus derivados se ha triplicado desde el año 2000 mientras sus salarios están más congelados que un iglú abandonado. O cómo se ha duplicado el precio del pollo o del maíz en el mismo lapso.

En México, Camerún, Burkina Faso, Mauritania, Marruecos, Guinea, Indonesia o Senegal ya se han vivido multitudinarias y violentas protestas que han terminado sin solución y con muertes.

Y es que, el dichoso biodiésel, uno de los enemigos públicos número uno del planeta –fomentado por Bush y Lula, entre otras perlas–, y el aumento del consumo de China e India han reventado los mercados. La información detalla cómo los cultivos para consumo humano han aumentado desde el año 2000 en un 7%, mientras que los destinados a biodiésel han crecido un 25%. Ya se sabe: para ver a los pobres sin temer por la seguridad hay que hacerlo montados en un carro veloz y con el aire acondicionado prendido.

El aumento de la canasta básica, entonces, no es un simple indicador de primera página de la sección Negocios. Es el índice de tolerancia de los pobres al cúmulo de injusticias y vejaciones a los que los sometemos cada pinche día de su existencia. A ellos y a sus hijos.

Aguantan la explotación laboral, la triste educación que reciben en las escuelas públicas, el maltrato y la crueldad del sistema de salud que reformó este gobierno para salvar finanzas y no vidas, las humillaciones de las y los patronos que se ofenden porque el «servicio» rompió una copa y se la descuentan del pírrico salario, la desfachatez de los nuevos ricos que ostentan sus dólares como si los hubieran sudado en zanja de carretera, soportan el dolor de no tener futuro y la dura realidad de su presente… pero… el hambre… el hambre no.

La pueden aguantar unos pocos, unos cientos de miles, pero no la mayoría. Y cuando se tocan cosas tan básicas como el maíz, el pollo o los porotos, la cosa pasa de castaño a oscuro y puede provocar reacciones de rabia que rocen la violencia (aunque seguro que tal y como están las cosas en el país les cobraremos hasta la última parada de bus que rompan).

La revuelta de los hambrientos, para consuelo de muchos, no es ideológica. No tendrá, cuando llegue, un partido político instigándola, ni una propuesta de sistema alternativo que nazca de una constituyente –la obsesión inútil de todos los reformistas de Latinoamérica–. Será mucho peor: será rabia pura, violencia sin razón para expresar la angustia y la frustración. Alguien capitalizará el movimiento, seguro, pero comenzará de manera espontánea y despistará a la inútil y costosa policía de Mirones, tan ocupada en los falsos montajes en Jaqué, que no sabrá contener en la ciudad un fenómeno humano que no respeta toques de queda infantiles, leyes de migración sin cabeza, ni planes de un gobierno sin planes.

[«Llorar dentro de un pozo,/en la misma raíz desconsolada/del agua, del sollozo,/del corazón quisiera:/donde nadie me viera la voz ni la mirada,/ni restos de mis lágrimas me viera», Miguel Hernández en la revolución particular de C].

 

El autor es periodista